Siento debilidad por M. Night Shyamalan, desde su explosión popular en El sexto sentido, una película a la que regresar una y otra vez y observar que por ella no pasa el tiempo. Tampoco por otra de mis placeres confesables: Señales. Aún guardo en la retina la expresión de Joaquin Phoenix frente al televisor, observando al alienígena al otro lado de la pantalla. Batea Merrill... En fin, maravilloso.
Y podría estar hablando horas de El protegido (¡Qué barbaridad de filme!) y sus continuaciones en Múltiple y Cristal (lo que hace James McAvoy es de otro planeta), o La joven del agua, El bosque y recientemente La visita. Incluso sus aportaciones en Wayward Pines (la primera temporada le da sopas con honda a la segunda). No me meteré en sus obras menores; que lo hagan otros.
En fin, un director todopoderoso, que siempre ofrece algo más allá de lo convencional, llevando en ocasiones al límite al espectador, tras un atosigamiento que te acompaña días y días. Al menos en los trabajos anteriormente citados, el poso de Shyamalan te invita a activar todos los sentidos de tu Ser. Algo que trasciende al cine moderno, con ese porte clásico que el director aprovecha para aparecer en secuencias esporádicas, como un punto de inflexión en la trama.
Este gusto se lo ha dado personalmente y más prolongado, curiosamente, en su último trabajo: Tiempo. Y de nuevo el cineasta indio logra satisfacer (a mi al menos) las expectativas creadas antes de su estreno. Porque cuando se viene algún nuevo trabajo de M. Night Shyamalan: ¡Paren las rotativas!