No, no es Patxi López echando balones fuera sobre el 'Tito Berni'. Es La zona de interés, donde Jonathan Glazer hace un retrato de la deshumanización de un sistema, capaz de convertir seres humanos en máquinas, que simplemente hacen su trabajo, sin cuestionarse los medios, por alcanzar un objetivo. Hasta tal punto llega, que son capaces de actuar con normalidad en mitad del horror.
Viajamos a la Alemania de la Segunda Guerra Mundial, lejos del frente. Allí nos encontramos al comandante Rudolf Höss (Christian Friedel) que, junto a su esposa Hedwig y sus hijos, reside en una vivienda unifamiliar con piscina, jardín y cerca de un gran lago. Un auténtico hogar, donde lleva una vida acomodada, apacible. Nada fuera de lo normal, si no fuera porque al otro lado del muro de su casa, se encuentra Auschwitz...
Basada en la novela de Martin Amis, La zona de interés no emite ningún juicio de valor sobre el estilo de vida de los nazis. Su nivel de abstracción es tal, que pueden vivir entre cenizas humanas, disparos, persecuciones y perros ladrando. Al otro lado del muro, en Auschwitz, solo se trabaja en una 'solución final' a un problema como el que plantean los judíos. Es trabajo, nada más. Rutina dentro de la maquinaria burocrática.
Los juicios quedan para el espectador. Un público, eso sí, que debe estar espabilado, pues no es una cinta al uso. Pausada, sin apenas diálogos, con una extraordinaria labor de montaje pero que, como en el caso de sus personajes, le falta alma. Juega mucho con lo onírico, la fábula, para retratar al mal sin un atisbo de crítica. Es más, hay una mirada a cámara penetrante, que hiela la sangre. Una mirada dura porque está vacía de cualquier remordimiento, donde Glazer nos saca de la trama y nos devuelve a la realidad.
¿Cómo pudo ser posible? Fácil. Era un trabajo, un medio para alcanzar un estilo de vida idílico, sin estrés y, encima, al servicio de la patria. Tú lo harías. Nacionalismo y socialismo de la mano para mirarte, cara a cara, y preguntarte: ¿Y a ti qué más te da?
Ahora bien, su mensaje sobre la frivolidad, la banalización e instrumentalización del ser humano como un ente sin alma pierde fuerza, precisamente, por esa lentitud, esa frialdad y esos silencios eternos, solamente rotos desde la estridencia. Se queda sin la potencia necesaria para ser una película recordada, revisionada incluso.
Ni Sandra Hüller, en estado de gracia actualmente, sobresale lo suficiente como para darle un plus más a este trabajo. Algo más allá de un mensaje que, si tienes una pizca de humanidad, te llegará, pero que podría haber explorado más en las pequeñas ventanas de remordimiento que se abren en el seno de esta familia prototipo del III Reich.
Ficha Técnica
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