Reconozco que hay pocas sensaciones iguales a sentarte en una sala de cine, esperar a que las luces se apaguen y la pantalla te transporte a otros países, a ser el testigo de otras vidas, de aventuras, comedias o dramas. De viajar en el tiempo a otras épocas que, aunque hayas leído sobre ellas, no tenías imágenes, salvo las que crea la mente a través de la imaginación. Siempre estaré en deuda con los hermanos Lumiere, inventores del cinematógrafo, por ser la vela que encendió otras velas, aquellas de genios como Chaplin, Wilder, Scorsese y tantos otros que nos han dado horas y horas de disfrute.
Uno de esos cirios creativos y genuinos pertenece a
Damien Chazelle. Un tipo capaz de sorprender a crítica y público con
Whiplash, de confirmarse como un gran director recuperando y reverdeciendo un género como el del musical a través de
La La Land o llevándonos a la luna en
First Man, más de 100 años después de que, otro genio como George Melies, nos indicase que el camino más corto y seguro para conocer el satélite lunar era a través de una cámara cinematográfica. Pues bien, ahora, el director de Providence se permite el lujo de
engordar su ya meteórica carrera con una carta de amor a su profesión, aquella que, vistas sus películas, podemos decir que le corre por las venas, a un arte para el que ha nacido: el cine.
Babylon es una maravilla. Ya desde su prodigioso prólogo en el que te prepara para todo el torrente que te va a arrastrar a continuación durante algo más de tres horas. La radiografía que Chazelle realiza a los años 20 en la industria de Hollywood es impecable. Sus excesos, sus fiestas, orgías, frenesí, toda esa montaña rusa que llevaba a los que formaban parte de, como dicen sus protagonistas: El lugar más mágico del mundo.