¿Quién no ha deseado en algún momento volver al pasado para no cometer ciertos errores? Si lo hubiese sabido, no lo hubiese hecho. Una frase sencilla que todos, en algún momento de nuestras vidas, habremos reflexionado o pronunciado en alto. Sin embargo, si la vida nos concediese una segunda oportunidad: ¿la aprovecharíamos o daríamos validez a esa aseveración que dice que somos el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra?
Cuestiones filosóficas aparte, en segundas oportunidades y en viajes en el tiempo estaría pensando el bueno de Francis Ford Coppola a mediados de los ochenta, cuando dirigió Peggy Sue se casó. La historia de Peggy Sue -Kathleen Turner-, una mujer de mediana edad que no está atravesando su mejor momento. Casada con su novio del instituto, Charlie -Nicolas Cage-, con un matrimonio que hace aguas y una vida insustancial e infeliz. En la fiesta del veinticinco aniversario de su graduación, Peggy Sue sufre un mareo, se desmaya y misteriosamente despierta 25 años antes, en su época de estudiante. Ante esta nueva oportunidad que se le presenta: ¿cambiará alguna de las decisiones que tomó cuando era más joven?
Peggy Sue se casó es una encantadora fábula con más sustancia de la que parece. Por un lado, es el retrato de una sociedad, aparentemente idílica, la norteamericana de los años 50 y 60, que tras haber pasado un difícil período -el de la II Guerra Mundial- y en plena Guerra Fría, parece ajena a cualquier drama.
Es también la visión que un veterano -Coppola- tenía de la juventud de aquel momento. Que podría extrapolarse a la adolescencia en general, sin fijarse en la década en la que se desarrolla la acción. Un grupo de estudiantes, muy naif, con muchas comodidades y para los que cualquier situación de la vida o revés se convierte en un drama.
Este aspecto aparece muy bien representado en el papel de Nicolas Cage. Es el tipo más popular del instituto, con éxito entre las chicas, con coche, un empleo que compagina con los estudios y la posibilidad de desarrollar una exitosa carrera en el mundo de la música. Y sin embargo, es un simplón, un individuo repleto de inseguridades que en muchos momentos del filme roza el patetismo.
Como contrapunto a este patán y al resto de estudiantes, nos encontramos con Peggy Sue. Pero con la chica que vuelve del futuro con experiencia, sabiendo lo que quiere y, sobre todo, lo que no quiere en su vida. Mucho más asentada que sus compañeros y con las ideas más claras.
Ese contraste entre caracteres da mucho juego dentro de la obra. El realismo, que refleja la protagonista, frente al idealismo, que perfectamente aparece encarnado, por ejemplo, en el papel de Michael Fitzsimmons -Kevin J. O'Connor-, el rarito del instituto, que viste diferente, que estudia poesía y debate con los profesores. Un cretino integral que pretende que Peggy Sue se fugue con él a una granja de Utah, donde se permite la poligamia, y convivan con otra chica. Y que mientras él escriba sus obras, ellas le mantengan con su trabajo.
Esos diferentes ángulos desde los que se puede ver la película -el retrato generacional, el valor de las segundas oportunidades, la mezcla de comedia y ciencia ficción- tienen un eje central: el del personaje principal, que está perfectamente interpretado por una actriz que en aquella década era una estrella. Kathleen Turner protagonizó un buen puñado de títulos notables en la década de los ochenta. Fuego en el cuerpo la catapultó a la fama y en ese escalón superior se mantuvo con trabajos como Tras el corazón verde, El honor de los Prizzi o La guerra de los Rose entre otros.
Hay que destacar también la colorida fotografía de Jordan Cronenweth y especialmente la banda sonora de uno de los grandes, John Barry, que ayuda sobremanera para ver la obra como un cuento. Una música que aporta calidez y encanto al relato y que te va meciendo en el mismo.
Una 'obra menor' de un gran director
Tener en tu currículo títulos como la trilogía de El Padrino, La conversación o Apocalypsis Now puede hacer que el resto de tus trabajos se cataloguen como menores. O que vivan a la sombra de esos gigantes anteriormente mencionados. Sin embargo, en esas obras más pequeñas nos encontramos quizá con el Coppola más personal. La ley de la calle, Rebeldes, Tucker un hombre y su sueño, nos muestran gran parte de las inquietudes que tenía el director californiano. Liberado de la presión de los grandes estudios tras el fracaso de Corazonada, es en los años 80 donde Francis se muestra más fecundo tras las cámaras.
Este período de gran creatividad, sin embargo, no le reportó ningún beneficio. Ni a él, en forma de premios o reconocimiento -de esto último ya iba sobrado- ni beneficios económicos para los estudios que apoyaban sus proyectos.
En cualquier caso es de agradecer la valentía que mostró durante esos años, sobreponiéndose a los reveses que las taquillas le iban dando, ya que nos dejó joyas como Peggy Sue se casó. Los mejores años de este director ya habían pasado, pero como el boxeador que ve cerca su final y que ya ha besado varias veces la lona, siguió dando golpes, fintando cuando le era posible y dejando muestras de su calidad. A pesar de sus errores, o de sus fracasos, supo aprovechar esas segundas y terceras oportunidades que te concede la vida. Y nosotros, como espectadores, encantados de ello. Respeto eterno a uno de los grandes, uno de los autores que cambió el cine en la década de los 70.
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